(Por Yanet Mendez )
¿Quién diría que la violencia política de género terminaría siendo usada como un arma para callar a quien se atreve a decir algo incómodo?
Cuando estudiaba en la universidad, ese tema apenas comenzaba a sonar. En un verano de investigación científica en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, mi asesora, la doctora Flavia Freidenberg, nos ofreció dos temas: la violencia política en razón de género y el clientelismo político.
No dudé ni un segundo. Elegí el clientelismo, porque para mí, ese era y sigue siendo el gran mal de México. Pero eso es otra historia.
Lo que recuerdo muy bien es que la violencia política de género, en ese entonces, se explicaba como un fenómeno que ocurría dentro del terreno político: un candidato que difama a una candidata, una regidora que es saboteada por su suplente varón, un partido que excluye a las mujeres en la toma de decisiones. Es decir, se trataba de relaciones de poder dentro de la política formal, no del debate público ni de la crítica social.
En lo personal, no me convencía. Me parecía una figura innecesaria. ¿Por qué “de género”? ¿Por qué no simplemente violencia política? ¿Para qué separar? Algo similar me pasa con el término “feminicidio”. El homicidio ya está tipificado, y si hay agravantes, se castiga con mayor dureza. ¿Por qué complicarlo con una etiqueta ideológica?
Con algunos compañeros lo discutíamos. Yo, conservadora desde entonces, defendía el valor de las palabras, la lógica de la ley y el sentido de justicia que aprendíamos: Temis, no ideología.
Han pasado más de ocho años, y lo que comenzó como una teoría se convirtió en ley. Y como suele pasar, una ley que “ayudará” se convirtió en un arma de doble filo.
Hoy, esa ley que nació para proteger a mujeres políticas de la “violencia estructural”, ha sido usada por algunas para blindarse de cualquier crítica.
Se presenta una denuncia, se exige censura, y el Estado interviene. No importa si se trataba de una opinión, una investigación o incluso una burla. Basta con que alguien “se sienta” atacada por su condición de mujer para que el aparato legal se active. Y el ciudadano que cuestiona termina bajo amenaza, silenciado, sancionado y forzado a aprender sobre la “violencia política contra mujeres”.
Y, tristemente, las mujeres verdaderamente vulnerables siguen sin justicia. Las que están en lo más bajo de la escala política o social, siguen siendo agredidas, silenciadas, manipuladas. Temis, la diosa ciega, no se aparece para ellas.
Mientras tanto, quienes sí tienen poder usan esa ley como escudo para no ser exhibidas. Políticas con influencias, que deberían estar sujetas al mismo escrutinio que cualquier funcionario, hoy pueden frenar notas, censurar medios y amedrentar críticos… todo en nombre de la “violencia política de género”.
¿Quién pensaría que terminaría peor?
El problema es creer que con más leyes vamos a ser mejores ciudadanos. Pensar que todo se puede resolver con regulación es una de las grandes mentiras de la izquierda.
Desde la lógica del derecho constitucional clásico, esta figura tiene profundas fallas. Choca con el principio de legalidad, y con la idea básica de igualdad ante la ley.
Porque esa ley no es protección, es un ¡privilegio!
Cuando las leyes se hacen desde la emoción y no desde la razón, terminan siendo instrumentos de censura.
Y cuando se le da más facultades al Estado éste se vuelve autoritario con más facilidad y con el pretexto de la “equidad” y proteger a las “mujeres”.
* Las sanciones al periodista Héctor de Mauleón, a Laisha Wilkins y la ama de casa Karla María Estrella.